“¿Para qué sirven estos diplomas?”, pensé, creyendo que quizás pecaba de soberbio después de atravesar semejantes atolladeros durante largos y complicados años. “Quizás sí merezcan estar colgados en una pared”, esbocé, como quien murmura por lo bajo una afirmación de cuya negación está seguro por dentro.
Pero ya de niño me paseaban por aquellos salones saturados de honores y decoros, cuando me llevaban a algún profesional de la medicina. Ello, sin duda habría de quedar grabado a fuego en mi prematura mente infantil. “¡Ahora soy todo esto!”, reflexioné, afirmando con certeza y en voz alta lo que sería mi posible sepultura –no presente, sino futura—.
Fue cuando comprendí de pronto que tantos papeles, tantos adornos, no serían lo que parecían ser sino todo lo contrario. Colgar aquellos en alguna tapia no hubiese sido más que reinventar el muro ya creado de los lamentos. Porque estos no simbolizan lo que uno pretende ni dice ser. Porque son los monolitos que creamos de un pasado congelado alrededor de los cuales danzamos, divinizándolos.
Porque ya lo habían hecho los aztecas. Porque ya lo habían hecho mucho tiempo atrás. Nuestros antepasados habían bailado aquellas danzas y habían venerado ya aquellos rituales. Pueblos primitivos concedían al fuego la magia de un suceso previamente acontecido; cimiento firme a raíz del cual debían avanzar, no simplemente contemplar.
Porque el éxito del pasado se congelaría como animal prehistórico en lejanas laderas, puesto que los logros se diluirían con el mero acto contemplativo, como se diluyen los sueños de las personas por las mañanas al despertar. Y, debido a ese hecho inexorable, me volqué a la tarea inefable de quitar aquellos títulos de la repisa de la habitación.
La motivación que había desembocado en su consecución estaba fundamentada en los esfuerzos que la voluntad impone a la inercia abismal. Y no podía permitirme tal decoro, tal atribución. Esa circunspección era la condena del futuro por dejar el presente mirando hacia el pasado. Entonces decidí colocarlos en un cajón de cacharros lejano. No para olvidar lo que fue. Fue, sino para impedir que aquello obstaculizara recordar lo que soy, y más aún, lo que todavía no alcancé.
DON SOS, pa´ la humanidad toda.