sábado, 27 de octubre de 2012

Atala con alambre



“Y, ¡vos dale!”, “…una mancha más al tigre”, “total, ¿qué puede pasar?”. Esas y otras frases de similar calaña forman parte de una enciclopedia implícita en la vida de los argentinos.

Esto ocurre en todas las esferas de la cotidianeidad sudaca. Desde el técnico que pega con un chicle el picaporte hasta con el funcionario público que implementa una medida que afecta a millones de personas de la noche a la mañana, porque “le pintó”. 

Dios va pasando a tener cada día un rol más y más protagónico en esta sociedad, ya que Él está en todo aquello que el hombre desconoce. “¿Quiénes son los culpables de tal evento?”, “¿Cuándo fue la última vez que se reparó esto?”, “¿Quién se encarga de aquello?” son enigmas tan profundos como la Santísima Trinidad para la Iglesia Católica.

Otro rol importante en este contexto es el del destino, la suerte ordena el cosmos de tal forma que nos permite la inimputabilidad, invulnerabilidad y supervivencia. Este mundo caótico se presenta como una amenaza que, gracias a Dios y con un poco de suerte, zafamos de sufrir.

La lucha entre Dios y la suerte por escalar a la primera posición en el podio argentino de la filosofía de “la atamos con alambre” genera que, ocasionalmente, algún tren choque o algún barrio se inunde. Por suerte Dios es – ¿o debería decir “son”? – lo suficientemente generoso para volver todo a su curso normal. Es decir, el de no clavar ninguna chapa y que cuando venga la tormenta la zafemos rezando.

Está claro el motivo del crecimiento de las prácticas espirituales. Es mejor atarse a lo desconocido que a esto, ya que cuando uno lo conoce un poco, se puede creer cualquier cosa. “Más vale malo conocido…” dijo alguien un día, y así nos fue…

A mi público le dedico algunos párrafos, ya que venían escaseando en el blog. Atando la nota con alambre desde la cama, que si Dios quiere y la suerte lo permite, será leída y contemplada por alguien, ¡mal que le pese!

¡Abrazo!  ¡Vos, fumá!

lunes, 30 de julio de 2012

“El corazón helado”. Almudena Grandes: Algunas citas


Hoy terminé el libro más extenso de mi vida, hasta ahora, claro. “El corazón helado”, de Almudena Grandes, española y sin dudas roja, republicana. Leí 919 páginas que me resultaron muy emocionantes y más llevaderas que cuando iba por la mitad de la obra Rayuela y decidí abandonar el famoso libro de Cortázar que tan aburrido me resultó (por elitista, supongo ahora).

No quería dejar pasar este evento sin compartir algunas pequeñas citas del libro de la madrileña, extractos para perpetuar en mi memoria y llamar la atención de las ajenas:

“Lo que diferencia al hombre del animal es que el hombre es un heredero y no un mero descendiente”. José Ortega y Gasset


“Por eso, sólo podemos afirmar con certeza que el todo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí.”

“…que aún no son cadáveres y están muertos de miedo”

“Españolito que vienes al mundo, vengas de donde vengas, nunca confíes en que te guarde Dios. Guárdate tú solo de las preguntas, de las respuestas y de sus razones, o una de las dos Españas te helará el corazón.”

“La expectativa de felicidad es más intensa que la propia felicidad, pero el dolor de una derrota consumada supera siempre la intensidad prevista en sus peores cálculos.”

"el verbo creer es un verbo especial, el más ancho y el más estrecho de todos los verbos"

“Porque la acción es enemiga de la reflexión y ya no podía pensar más”
“Sólo una historia española, de esas que lo echan todo a perder”

 “…para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo estará claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado”.  Antonio Machado (diciembre de 1938)


Almudena Grandes. Madrileña... y perdidamente roja.

lunes, 23 de julio de 2012

Historia de una tormenta (parte cuatro).

PARTE 4: LA TORMENTA


Martín, mi profesor de náutica y capitán del Spice of Life durante aquella travesía, fue el único de los cuatro que salió con el traje de agua y el arnés preparado. La realidad es que horas antes del episodio tormentoso frente a la costa de Miami habían pasado algunos partes que pronosticaban la posibilidad de mal tiempo, y eso fue algo que después mi madre no le perdonaría jamás. La idea de que todo podría haberse previsto mejor, la idea de que él como capitán tenía la obligación de proteger a la tripulación fue un sello de fuego en el discurso materno de allí en adelante.

En ese preciso momento poco importaron los pronósticos. Pronóstico se hace sobre el futuro, pronóstico de aquello había sucedido en el pasado y la tormenta era presente. El oleaje aumentaba a cada segundo, acompañando la intensidad del viento que parecía reclamar su soberanía en aquellos lares marítimos. Comenzó a caer agua, algunas gotas copiosas al principio, que segundos después se transformaron en un diluvio que no solamente dificultaba el habla al abrir la boca, sino que tampoco permitía ver la proa del velero (solo se veía el mástil, a tan solo cinco metros).

Lluvia, viento, olas. Ese paisaje cubrió nuestra realidad inmediata en segundos y tan solo podíamos vernos a duras penas entre nosotros. La tormenta de la Florida mostraba la furia de la naturaleza majestuosa y la rotunda afirmación de que estábamos en un clima tropical, y que no nos dejaría ir a casa sin probar de su rabia.

La adrenalina comenzó a subir siguiendo el ritmo violento del oleaje, el viento y la lluvia que caía como baldazos, uno tras otro. Mi viejo se fue para el mástil, temiendo que yo fuera allí para seguir las indicaciones de Martín, como había sido siempre, dado que era liviano, ágil y voluntarioso para ejecutar las tareas más obstaculizadas. Mi viejo, con más de cuarenta años y sin arnés, se fue para el mástil en medio de una tormenta tropical que sacudía con una fuerza que parecía que se terminaba el mundo ahí nomás.

Yo empecé a los gritos con el capitán, Martín, que empezaba a dar instrucciones por el manejo de la vela de proa. La operación constaba en reducir la superficie del paño expuesto al viento ingobernable y luego dominarla con la escota (cabo que se usa para controlar la tensión de la vela). La fuerza implacable del viento determinó que no podríamos seguir esas operaciones usando solo un molinete, el de estribor, sino que tuvimos que llevar el cabo hasta el molinete opuesto de babor para hacer fuerza con ambos a la vez, entre Martín y yo.

Al mismo tiempo que empezaban los gritos entre Martín, mi padre y yo, para coordinar las acciones que nos salvarían la vida si todo salía bien, recuerdo con precisión que quien tomó el timón de rueda fue el periodista. En medio de la situación tensa que estábamos atravesando, el periodista no cedió a la solemnidad de la naturaleza con la que Poseidón proclamaba que todo eso era suyo, y lanzó al aire un “ROCK AND ROLLLLLLL” que me provocó una alegría insensata de estar arriesgando mi vida (posiblemente sin entenderlo del todo) en aquel velero, en aquella tormenta tropical junto a esos tipos.

Me faltó contar que el dueño de la flota de taxis asistió en la operación de la reducción del paño de la vela mayor, para la cual mi viejo había ido al mástil desde el primer momento. La lucha que estos cinco hombres (bueno, yo, adolescente) encarnamos en ese momento no es fácil de describir. Fuerza, mucha fuerza, gritos, manos tirando de cabos, cabos que se zafaban de sus lugares, velas ingobernables a merced de un viento furioso que prometía arrancarlas de cuajo, y más gritos y más viento, y lluvia que entraba por cualquier orificio que se le presentara la oportunidad, y olas, y adrenalina, mucha adrenalina. Todo esto ocurrió durante unos minutos, quizás cinco, quizás diez, no recuerdo bien, lo que recuerdo es que fueron los minutos más largos de mi vida, los segundos más excitantes, la combinación más rara de miedo y felicidad que experimenté quizás en toda mi existencia.

Luego de la guerra en cubierta contra la naturaleza, finalmente empezamos a domar la tormenta con el control de las variables que necesitábamos para superar la situación. Fue allí cuando pudimos contemplar la realidad a la que nos estaba enfrentando el océano y la suerte y las agallas que habíamos tenido para poner al Spice of Life en rumbo correcto, bajo control, con la escora (inclinación) justa como para no hundir al navío y chocar las olas con determinación, como para que no fueran ellas las que determinaran el final del velero. Fue entonces cuando habiendo culminado el momento más arriesgado de la tormenta, pero sin que terminara todavía la tormenta que golpeaba y azotaba sin piedad, entonamos esta canción:

“La mar estaba serena, serena estaba la mar…
La mar estaba serena, serena estaba la mar…

Con á
La mar astaba sarana, sarana astaba la mar…
La mar astaba sarana, sarana astaba la mar…
Con é
Le mer estebe serene, serene estebe le mer…
Le mer estebe serene, serene estebe le mer…
Con í….”,
y así hasta el final.
Minutos después, seguramente fueron pocos minutos (los suficientes), acudió a la salida de la cabina (desde adentro) mi madre con la cámara de foto en mano, con una situación meteorológica que claramente empezaba a mejorar. Allí sacó una foto que pasaría a la posteridad, como la representación exacta de la adrenalina por la que habíamos pasado minutos antes, con la felicidad de haber superado lo peor, con el orgullo de haber estado presentes, con el triunfo que quedaría grabado para siempre en las memorias de aquellos hombres diminutos frente a la inmensidad del océano y la fiereza del trópico tramposo y a su vez, espectacular.

Lástima que mi viejo no salió en la foto.


- FIN -

viernes, 20 de julio de 2012

Historia de una tormenta (parte tres)

PARTE 3: EL DERROTERO y LOS HIJOPUTA


Pasaron los días al sol. Pasaron las noches fondeando al socaire (tirando el ancla donde no soplaba el viento), a la protección de las costas de los cayos. También pasaron noches en puertos remotos de lugares impensados, alejados del típico brillo prepotente de las ciudades americanas. Pasaron litros y litros de agua salada por debajo del Spice of Life, cuya tripulación celebraba con alegría cada nuevo acontecimiento, cada nuevo hallazgo.

Descubrimos que aquellos destellos luminosos que brillan por las noches en la estela que deja la popa del velero por detrás son microorganismos que se llaman noctilucas. Nos siguieron los delfines por momentos durante los días y durante las noches acercándose como reclamando la compañía que el gigantesco océano olvidaba darles. También pescamos con un señuelo en forma de cuchara un pez que luego supimos que se llamaba Jack, y que Jack se podía mandar a la plancha, y así fue.

Siete días, siete noches, incontables experiencias. Todas las noches fondeamos o dejamos el barco en una amarra de algún puerto, excepto la última. La última noche decidimos navegarla a mar abierto rumbo al puerto de Fort Lauderdale, era el regreso que coronaba una travesía impecable, sin mayores sobresaltos y muy satisfactoria para el espíritu de sus marineros en cubierta. Aquella noche no presentaba mayores signos de interrupciones de la mal intencionada naturaleza, y decidimos que la mejor manera de atravesar esa circunstancia era dividirnos en equipos que se turnaran cada una cantidad determinada de horas.

Recuerdo al detalle que me tocó estar a bordo en cubierta durante la primera etapa de la noche con los treintañeros, el genio informático y el hippie. En esos momentos que mi familia estaba en la cabina durmiendo, cenando, aprovechaba para encenderme algún que otro cigarrillo, maldito compañero en la soledad marina. También recuerdo perfectamente que el genio informático fumaba y recuerdo con mucha más precisión el modo en que fumó su última bocanada de aquel cigarrillo que, acto seguido, lanzó al mar. En ese instante se terminaba nuestro turno, al mismo tiempo que la costa de Miami por la que estábamos pasando a unas ocho millas de distancia, desaparecía por completo de nuestra vista.

La luminosa costa de la ciudad de Miami que nos ofrecía un escenario nocturno de brillo esplendoroso a la distancia se apagó, como se apaga la luz del baño al salir de orinar. Se apagó como se apaga una vela de cumpleaños, se apagó, se fue, desapareció. O al menos esa sensación nos dio, y los dos treintañeros muy hijoputas se fueron hacia adentro de la cabina porque justo el reloj marcaba el final del turno. Como si pudieran existir turnos que valgan cuando las luces de Miami desaparecen sin ton ni son de un segundo al otro, cuando se empieza a percibir que el viento sopla con más intensidad, pero antes aún se empieza a sentir que las ondulaciones del enorme manto marítimo aumentan en altura segundo a segundo. Parecía que hubiésemos olvidado pagar alguna garantía de la travesía, en la agencia de viajes, antes de llegar a puerto sanos y salvos, y la naturaleza quisiera cobrársela por adelantado.

Quiero detenerme un momento en los hijoputas. Hay que ser hijoderemil para tener esa edad, la fuerza que conlleva y desaparecer de la cubierta con la misma velocidad que se apagan las luces del espectáculo costero. En aquel preciso momento recuerdo cómo, al mismo tiempo que los hijoputas entraban a la cabina, salían de allí mi viejo, mi profesor (el capitán de la nave) y el dúo capocómico (el periodista y el de los taxis) con cara de preocupación y entendiendo que ya no se trataba de la aventura tipo familia Ingalls que habíamos vivido hasta ese momento. Yo elegí también como los hijoputas, pero elegí quedarme. En la costa de Miami se apagaban las luces de su show y se encendían al mismo tiempo las del nuestro, el que marcaría la diferencia entre ser marinero o no ser nada. 

domingo, 15 de julio de 2012

Historia de una tormenta (parte dos)

PARTE 2: LA TRIPULACIÓN DEL "SPICE OF LIFE"


Unas horas antes de salir del puerto deportivo hacia la inmensidad azul del océano, habíamos pasado por varios canales desde la amarra donde se encontraba el Spice of Life, nuestro anfitrión de cuarenta y dos pies de eslora. (Aprendimos que para los americanos no es “el” velero, sino “she”; lo tratan de mujer, “será porque te hace gastar más dinero de la cuenta”, supuse.) En el mundo sudaca, en la tierra del vino, el tango y el dulce de leche, el Spice of Life hubiese sido un velero imponente frente a los insignificantes navíos que comúnmente invaden el Río de la Plata, como mosquitos en verano.

La realidad en aquellos lares del continente era, y seguramente sigue siendo, muy distinta de la nuestra. El Spice of Life era un velero apocado o, con suerte, uno del montón entre los canales de la salida de aquel puerto. Los barcos se paseaban con sus dueños por el puerto americano como si nuestro mundo fuera una triste réplica de él o como si fuera una maqueta previa al proyecto definitivo, el real. Las casas que daban a la ribera de aquellos canales eran pequeñas mansiones cuyos dueños las construyeron no para vivir, sino para no desentonar con los barcos de sus amarras personales.

Cuando el periodista de la tripulación dijo: “me imagino saliendo de aquella casa, saludando al vecino y diciendo: ´I am a millionaire!´”, y el dueño de la flota de taxis replicó “Me too!, me too!”, desataron las que serían las primeras risas de una serie enorme de carcajadas entre los tripulantes de abordo. Aquel dúo concebido aquella mañana de marzo de 1998 en el Estado de Florida haría de la travesía un episodio más divertido. Pensé “primero Abbot y Costello, después Olmedo y Porcel y ahora estos dos”, y no me equivoqué. En cuanto a los jóvenes muchachos de unos treinta años, uno era un genio informático (o lo parecía) que trabajaba para compañías haciendo sistemas antihackers o algo así, y el otro era un docente medio hippie de pelos largos que vivía bien a expensas de sus progenitores.

Además de mi familia, el otro miembro restante de la que sería la valiente tripulación del Spice of Life era Martín, el capitán, mi profesor durante aquellos años dorados (o debiera decir amarronados) en el Río de la Plata. Un tipo especial, muy buen nauta, de carácter fuerte, por no decir bastante “hincha pelotas” cuando se le ofrecía la oportunidad, pero sobre todo una persona que apreciábamos y respetábamos mucho. Tenía baja estatura, unos treinta y algo o cuarenta años y convivía con su novia; por aquel entonces no tenía hijos.

Antes de zarpar ya contábamos con toda la información del clima que tendríamos durante los próximos siete días acorde a las precisiones del Weather Channel, pero con ajustes permanentes  a través de la radio de VHF en el canal local de las actualizaciones meteorológicas. El pronóstico anunciaba un horizonte limpio y calmo para la semana, y eso nos daba aire para salir más lejos de lo programado, visitar más cayos, ampliar el derrotero, conquistar el suelo y las aguas americanas o, por lo menos, jugar a que éramos conquistadores en lugar de conquistados por unos días. Estábamos felices de poder experimentar aquellos días sobre aguas cálidas y paisajes maravillosos, lejos aún de la tormenta que esperaba como quien disfruta midiendo los tiempos de su presa distraída.

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Una foto cualquiera de los canales del puerto deportivo de Fort Lauderdale


viernes, 13 de julio de 2012

Historia de una tormenta (parte uno)

PARTE 1: LA ZARPADA DE FORT LAUDERDALE


 
Tantas veces pensé en relatar este episodio como tantas veces renuncié a hacerlo. Renuncié por miedo a no poder serle fiel a los detalles precisos con que se desenvolvieron los hechos, por temor a transformar un hecho tan relevante en un relato más, sin la trascendencia y el impacto que tiene en mi memoria. Quizás tendría que haber desistido para siempre, pero hoy estoy cometiendo el error de intentar reconstruir los instantes vivos y únicos de aquel episodio marítimo.

Tenía dieciséis años, llevaba dos de navegar y un entusiasmo por la náutica que hubiese infundido temor a más de algún corredor de regatas desde la cuna (en aquellas bañeras flotantes que llaman Optimist). Nos metimos en un proyecto con mi familia (mi hermana, mi padre y mi madre) y otras cinco personas más: dos muchachos de unos treinta años (mi edad actual), mi profesor de náutica de aquellos años entrañables y dos piratas más, uno, dueño de una flota de taxis y el otro, un periodista mediático de la radio. El velero, un cuarenta y dos pies de eslora (unos doce metros de largo, en el castellano barrial). El puerto de salida, Fort Lauderdale en Florida (suena algo así como “Forloderley”).

Aquella se trató de una travesía de una semana por los cayos de la Florida (Florida Keys), donde pondríamos en práctica nuestros conocimientos. Para ese entonces había aprobado los cursos de timonel y de patrón junto a mis viejos, con el único inconveniente de que por ser menor de edad no me dieron mi brevet (algo así como la licencia para conducir vehículos que flotan en el agua). Disfrutaríamos de una experiencia inolvidable. Y así fue.

Como marineros de río, la primera sensación al lanzarse a la mar en un velero fue que hasta ese momento nos habían engañado con eso de que éramos timoneles en aquel charco triste del Río de la Plata. La segunda sensación fue que el velero en el mar era igual de insignificante que una cáscara de nuez en una pileta cargada de niños que generan ondulaciones en su superficie. La tercera sensación, claro está: fue mareo. El mareo de la primera zarpada al mar habría podido voltear a más de uno, y creo que dentro de ellos estuve yo. Rápidamente mi mente encontró un dulce equilibrio al producir una suerte de sueño que compensó ese mal momento. Luego, con el correr de las horas, fui recomponiéndome y haciéndome dueño de aquella cáscara que fue mi único terreno firme en medio de la inmensidad del océano aturdidor. Ese hermoso escenario sin límites que es el mar abierto y esa práctica de amantes que se llama navegar.

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Ilustración a modo de orientación geográfica del relato

domingo, 24 de junio de 2012

Números, números, números

Es imposible entender la vida actual sin números. Parece mentira pensar cuánto dependemos de ellos. Te veo a las seis de la tarde, afuera hay quince grados, San Lorenzo zafó del descenso directo con veinticinco puntos, el dólar ya no se sabe si está a cuatro con cincuenta, cinco o seis pesos, etc.
Usamos los números para definir las realidades, usamos los números para simplificar lo complejo, para darle forma a lo heterogéneo. Los animales no. Los animales no comen a las trece horas, lo hacen cuando hay hambre y cuando la presa está a mano. Los animales no distinguen las diez mil hectáreas del campo de los “Martínez Ocampo” ni las defensas que lo separan de las cien hectáreas de la chacra de Don Aurelio.
No podemos escapar de frases como no hay dos sin tres, no hay mal que dure cien años, veinte años no es nada. Muchas obras quedarían obsoletas sin la precisión contundente que indican los números: cien años de soledad, las mil y una noches, los tres chiflados, Blancanieves y los siete enanitos, etc. Nadie imagina a Alí Babá y “un montón de” ladrones.
La claridad de los números pareciera ser una lucha humana contra el desorden entrópico que marca la vida.
Números, números, números, pensaba, mientras me preguntaba cuántos relatos voy a escribir, cuántos escribí, cuántos libros leí este año, cuántas páginas me quedan para terminar el que estoy leyendo ahora, cuántos minutos me quedan para ir a dormir, cuántos días faltan para que llegue otro fin de semana, cuántas semanas para las próximas vacaciones. Números, números, números, un TOC necesario en una sociedad tan humana como enferma.
Esta publicación se terminará en cinco palabras, cuatro, tres, dos, una…

martes, 19 de junio de 2012

Del polvo venimos y al polvo vamos


“Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”, escribió una vez Antonio Machado. “Todo pasa” dijo Julio Grondona, con la misma tesitura con la que Michael Corleone mandó a matar a su hermano.  “Todo es efímero” cantaron los Redondos de Ricota, conquistando a las masas que se agolpaban a la entrada del estadio. “Todo es impermanente, toda realidad es ilusoria” pretenden difundir los seguidores del budismo.

Distintas formas y contextos ha tomado lo que popularmente se conoció en el barrio como “del polvo venimos y al polvo vamos”. Al parecer, esta sabiduría que intentó disfrazarse de poesía, rock and roll y religión siempre estuvo presente en el manejo sencillo de la cotidianeidad mundana y barrial.

Incluso las hinchadas de fútbol, más allá de la brutalidad asociada a estos movimientos fanatizados al extremo de no comprender razones, cantaron con cierto aire de intelectualidad oculta “pasan los años, pasan los jugadores, yo te sigo alentando sin salir campeones…”. Es notorio que el elemento pasajero y transitorio de la vida misma está presente hasta en los grupos más violentos cuando vociferan “los vamo´ a matar, los vamo´ a matar… ”.

Es por esto que dedico esta publicación intrascendente a la sabiduría popular, a los filósofos de bar, a los barrabravas de platea, a los políticos de café, entre tantos que hacen de este circo un pintoresco entorno de folklore cultural o de algo por el estilo, que no importa demasiado porque de todos modos pasará.

Auspician la nota:

Relojes “Paddle Watch”
Tirano, que es el tiempo.
Nietzsche, quien visualizó la impermanencia de Dios, pero al parecer la suya era mayor (QEPD)
El patrón oro, que sigue mandando por más que lo comparen con el tiempo.

sábado, 26 de mayo de 2012

Del fútbol a la política




Es habitual escuchar que los actos violentos materializados por las personas durante los partidos de fútbol son producto del malestar social provocado por los problemas económicos, sociales y demás miserias vividas por los individuos que acuden a estos espectáculos semanales.

De esta forma, los eventos futbolísticos domingueros se transforman en un momento de catarsis social, donde el estadio sería el consultorio, el equipo y su DT serían el psicólogo, y el fútbol la terapia.


¿Quién se atreve a poner en discusión el grado de efectividad de este fenómeno de asistencia psicosocial por sobre (por ejemplo) el impacto de las palabras de Claudio María Domínguez o la misa de los domingos en donde son absueltos nuestros pecados (para poder volver a cometerlos “de CERO”)?

Desde ahora, cuando usted vea algún individuo de aspecto desarreglado, insultando a su prójimo mientras agita hacia arriba y hacia abajo una bandera, o propinando una paliza a una persona de la hinchada (propia o adversaria) con auténtica pasión y compromiso por demostrar su hombría, ya no verá un vil ser humano de la más baja calaña. De ahora en adelante, usted verá una persona que está resolviendo los conflictos con su “yo” y “súper-yo”, que será devuelta a la sociedad al lunes siguiente, con un mayor grado de paz interior, equilibrio y amor.
¿Qué pasa si uno piensa que el entorno del fútbol es así, más allá del humor social? ¿Qué pasa si el fenómeno de violencia en el fútbol no se entiende como una terapia sino como un mal en sí mismo?

¿Cómo sería la política si creyéramos que se contagió con esta cultura “barrabravista” y se maneja con sus mismos códigos?
De ser así, los partidos políticos serían como cuadros de fútbol, sus dirigentes, como el equipo con su cuerpo técnico y los militantes serían aquellos individuos que entienden al fenómeno  político como una cuestión pasional, donde la camiseta se defiende en “las buenas y en las malas”, más allá de los medios a los que se acuda para ganar el partido (la confrontación). Un gol hecho con la mano sería una bendición, si el árbitro lo cobra. Un falso penal a favor sería vanagloriado, y cualquier discurso del goleador violento y tramposo sería tolerado y justificado por la hinchada, porque a los ídolos no se los cuestiona.

Si el ídolo es Cristina y la hinchada es La Juventud K, los casos de corrupción serían todas las veces que metieron un gol con la mano mientras el árbitro, que sería el juez, miraba para otro lado o era invitado a retirarse por no ser imparcial. Cualquier cosa que se diga cuestionando al equipo o la hinchada sería tomada como una actitud “gorila”, y esa persona terminaría probablemente insultada y desacreditada, sin importar el grado de verdad de los motivos que la motorizaba.
Lo lindo del fenómeno de la hinchada de fútbol es lo irracionalmente pasional que resulta al actuar sin pensar: puro “sentimiento”. Lo peligroso del fenómeno de la hinchada política es lo irracionalmente pasional que resulta al actuar sin pensar. Si la política sigue el fenómeno del fútbol, su militancia podría estar festejando el penal que no fue o estar insultando al árbitro por sacarles una tarjeta roja cuando correspondía… Porque no importa la razón, no importa la verdad, solo importa la propia victoria a cualquier costo, y salir a festejar. Pero, ¿qué?

Auspician la nota:

Guantes de box “El Guillote Angoleño”
Medios multi-medias “Clarín Miente”

El rock de la cárcel con la guitarra de “El Amado Vudú”

Luis Vuitton y hoteles patagónicos “Nacionales y Populares”
Las Inglesas Mineras son “Argentinas”, soberanía de la buena.

Y, obviamente: “Él”.