sábado, 10 de septiembre de 2011

La banda del Sur. Capítulo 8



No fue sino hasta un tiempo después, que algunos de los fantasmas, entre ellos, Carlos, El Pelusa y El Gaita (el canillita que siempre les daba el diario de ayer a Carlos y al Pelusa mientras fumaban en la furgoneta) se atrevieron a cruzar la frontera que delimitaba su accionar espectral.

Era de esperar que la gente del Sur, de donde era por ejemplo el Gaita, desconociera algunos aspectos culturales de las sociedades lejanas y cosmopolitas. De algún modo, el Sur siempre fue lejano y desolado, con construcciones más bajas y una estética menos glamorosa. El Sur aparece como un punto cardinal un tanto olvidado en el mapa de las memorias modernas.

Pero como un poeta charrúa asentó alguna vez en un papel en un momento de rebelión: el Sur también existe. Todos saben de qué hablamos aquí cuando hablamos del Sur. Está claro para todos que el Sur es lo que está situado de este lado de Rivadavia: del lado de Balvanera.

Cuando los muchachos de Balvanera cruzaron en las noches desiertas la frontera que imponía Rivadavia, se encontraron con que no eran la única banda de fantasmas de la ciudad. Muy por el contrario, parecía que había entidades fantasmales de todos los barrios y de todos los tiempos, y que el misterio que se manifestaba en la zona de Congreso era simplemente una porción del universo infinito de espectros.

El Gaita, en su afán por conquistar nuevos horizontes –tal como lo habían hecho sus antecesores del Imperio del Plus Ultra— y mercados para su negocio de diarios y revistas, se lanzó a estudiar las costumbres de su clientela a cautivar.

Al Gaita le resultó curioso encontrar fantasmas que se juntaran a tomar el té en lugar de merendar, que encontraran colorado al color rojo de la sangre, que hallaran a la luna divina en vez de encontrarla hermosa, y que a varios se les cayera una papa de la boca, por no tener materialidad suficiente a causa de su condición fantasmagórica, que les permitiera sostenerla en su posición original. 

Tantas diferencias sorprendieron al Gaita, todavía vehemente en la invasión comercial de las tierras foráneas. Paseando una madrugada se encontró, a las cinco –a plena luz de la luna—, con un grupo de señoritas tomando el té. Entre ellas estaban Pilu, Nené, Teté, Felicitas, Martina, Delfina, Dolo, Loli y Rochi. El Gaita, un clásico compadrito y galán, y convencido de que sería una jugada sencilla, se arrimó al grupo con una sonrisa que se pronunciaba sobre el costado izquierdo de su rostro y dijo: “Buenas tardes, hermosas damas. Disculpen que interrumpa su merienda…”. Fue automáticamente ignorado por el conjunto de féminas, quienes nunca más le dirigieron la mirada, si es que en algún momento lo habían hecho por otro motivo que no fuera la desconfianza.

Este evento se repitió en una sucesión infinita de incompatibilidades geográficas que no sólo impidieron el crecimiento monetario del Gaita, sino que despertó, incluso, antiguas rivalidades. Algunos dirían casi tribales. Esto sucedió cuando finalmente el Gaita, en su afán por el fin de lucro incesante de monedas, osó captar la atención de un señor, comentándole los resultados futbolísticos del fin de semana anterior, a lo que sólo recibió vilipendios como respuesta, por hacer referencia a deportes de animales y no hablar del rugby de los caballeros de tradición

La serie de infortunios que le sucedieron al Gaita no parecieran ser más que una continuación de los fracasos acumulados en el Sur, cuando todavía no se había transformado en fantasma, como si una suerte de ley universal lo llevara a concretar una y otra vez las mismas acciones, con las mismas consecuencias, más allá de los artilugios a los que acudiera.

Lo que siguió fue anecdótico. Los cánticos que se escucharon por noches enteras parecieron estar divididos por la Avenida Rivadavia, como las populares de un estadio de fútbol. Los fantasmas se juntaron a ambos lados, enfrentados, a entonar mediante el uso de la garganta y el ingenio popular –claramente asociado más a Balvanera que a la Recoleta— estrofas pintorescas que describían los aspectos del barrio rival, de manera peyorativa y rencorosa. Varios lanzaron botellas, en respuesta a los agravios vecinos pero, una vez más, las botellas atravesaron la inmaterialidad de los contrincantes, sin éxito de impacto.

Sin duda, había nacido una vez más, como si la historia se repitiera en una suerte de ciclos de destino inevitable, una rivalidad que no se diluiría fácilmente. 

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