domingo, 9 de octubre de 2011

Cigarrillo fumado



Estaba un tanto preocupado, caminando de aquí para allá sobre baldosas húmedas, recientemente azotadas por las gotas de una tormenta pasajera. Mientras inspeccionaba de manera aleatoria todos los rincones de aquel salón insalubre, tomaba decididamente el paquete de cigarrillos que siempre llevaba conmigo.

Por supuesto que la soledad siempre se ve más soslayada con la compañía de aquellos cilindros rellenos con tabaco. No había momento que no tuviera de estos en mi bolsillo o en la mesa de luz. Su ausencia significaba una intranquilidad que no se extinguía sino hasta la adquisición del próximo paquete tóxico.

“Prohibido fumar” parecía la señalización de aquellos lugares que de manera anticipada se designaban como trincheras enemigas, donde la propia presencia no era bienvenida. El círculo rojo con la barra cruzada sobre la imagen de un cigarrillo parecía una amenaza racial que me dejaba del otro lado de la puerta de ingreso.

Y allí me encontraba otra vez. Caminando entre las cuatro esquinas del salón de fumadores como quien está buscando una solución desesperada a algún problema matemático de difícil solución. Sí hacía algunas cuentas, pero mis pensamientos se veían interrumpidos por la sistemática aparición de las ganas de encender ese cigarrillo para el cual había ingresado al salón.  De modo que decidí retirar el cilindro venenoso de la caja recién comprada. 

De manera elegante lo tomé por el extremo que se enciende y comencé a darle pequeños y sutiles golpecitos contra la estructura del gran cenicero receptor de emociones quemadas. Para aquellos que desconocen este mecanismo, no se trata de otra cosa que de comprimir el tabaco dispuesto de forma desordenada en el cilindro de seda contra el filtro, que nos genera la falsa sensación de estar protegidos más allá de lo perjudicial del acto de fumar.

Luego saqué el encendedor Bic de mi otro bolsillo y lo acerqué al extremo del cigarrillo ya acomodado entre mis labios. Si ustedes se detienen en la seda que conforma el cilindro del tabaco, podrán ver finas circunferencias grises de pólvora, dispuestas a idéntica distancia, de modo de asegurar que el fumador podrá disfrutar de su envenenamiento de manera ininterrumpida. 

¡Qué placer sentí cuando encendí el cigarrillo! Todos los pensamientos negativos que me venían aquejando durante la caminata fluctuante y aleatoria entre aquellas cuatro paredes se disolvían en el acto mismo de la primera aspiración de humo. Los pulmones recibían las primeras bocanadas y le enviaban a la mente la idea de que un mundo mejor era posible, de que todos los problemas acumulados podían resolverse, o que, en el fondo, no tenían mayor importancia como para preocuparse.

Así funcionaba la cosa (del latín, la res). Más fumaba y más claro parecía el panorama –al menos en ese preciso momento, que habría que reforzar de manera incesante—. Veía yo las brasas rojizas avanzar sobre la seda que iba quemándose y haciendo diminutos estallidos a su paso. (Qué invento genial había sido el del cigarrillo, que nos proveía de una seguridad que nos protegía en los momentos de mayor desasosiego.)  Inhalaba el humo tranquilizante y lo exhalaba una y otra vez. Con cada exhalación parecían alejarse las inseguridades, los miedos, los apegos. Con cada inhalación de humo parecían ingresar en mi cuerpo las certezas, las calmas y las fuerzas  para superar las penas transitorias. Las brasas avanzaban dejando cenizas a su paso, que tenía que volcar en aquel cenicero colectivo donde todas las penas se unen como en un cementerio se juntan los familiares a llorar por sus parientes difuntos. 

El humo del salón se hacía espeso, y por momentos se hacía difícil asegurar que el humo inhalado provenía únicamente de mi propio cigarrillo, o si era una sumatoria de emociones quemadas por los fumadores transeúntes del salón. Me detenía metódicamente a observar la consumación del acto que duraría lo mismo que la idea de serenidad. La cercanía del frente de llama al filtro marcaba como un reloj de arena el tiempo de felicidad restante. De modo que, paradójicamente, la alegría era inversamente proporcional a la duración del momento.

Súbitamente me vi consumiéndome, consumido, con una corriente de humo que atravesaba mi interior y sin hallar la forma de detenerla. Cada pasaje de humo se volvía cenizas en mis extremidades inferiores y me provocaba un dolor demencial con el avance de las brasas que me iban quemando poco a poco. Con cada explosión de pólvora, mi ser se agotaba y ya no podía frenarlo, tenía los segundos contados y las emociones me atravesaban con la furia de quien me consumía, mi dueño, el motivo de mi existencia y el motivo de mi deceso final. El último impacto que recibí fue contra aquel cenicero comunal, como una maza golpeando contra mi cabeza, las últimas cenizas de mi materialidad caían en el cementerio de las emociones extintas, maltrechas y lastimosamente malgastadas.

3 comentarios:

  1. De lo mejor que escribiste. Te felicito. Estás logrando una calidad narrativa increíble :D

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  2. ¿De lo menos peor al menos? ¡Gracias!

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  3. los cigarrillos fumados, en ocasiones son las excusas perfectas para, tomar distancia -"para no molestar a los demas"-... y, asi poder centrarnos en nuestros pensamientos y, egoistamente tal vez no compartirlos... para callar nuestros sentimientos, cuando sabemos que nuestras palabras pueden herir a otros... para calmar nuestras ansiedades... y, muchas, muchas veces, acompañado con un buen cafe y, hermanos del corazon, marcar nuestras vidas, con momentos y charlas inolvidables que miman nuestras almas...

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