viernes, 20 de julio de 2012

Historia de una tormenta (parte tres)

PARTE 3: EL DERROTERO y LOS HIJOPUTA


Pasaron los días al sol. Pasaron las noches fondeando al socaire (tirando el ancla donde no soplaba el viento), a la protección de las costas de los cayos. También pasaron noches en puertos remotos de lugares impensados, alejados del típico brillo prepotente de las ciudades americanas. Pasaron litros y litros de agua salada por debajo del Spice of Life, cuya tripulación celebraba con alegría cada nuevo acontecimiento, cada nuevo hallazgo.

Descubrimos que aquellos destellos luminosos que brillan por las noches en la estela que deja la popa del velero por detrás son microorganismos que se llaman noctilucas. Nos siguieron los delfines por momentos durante los días y durante las noches acercándose como reclamando la compañía que el gigantesco océano olvidaba darles. También pescamos con un señuelo en forma de cuchara un pez que luego supimos que se llamaba Jack, y que Jack se podía mandar a la plancha, y así fue.

Siete días, siete noches, incontables experiencias. Todas las noches fondeamos o dejamos el barco en una amarra de algún puerto, excepto la última. La última noche decidimos navegarla a mar abierto rumbo al puerto de Fort Lauderdale, era el regreso que coronaba una travesía impecable, sin mayores sobresaltos y muy satisfactoria para el espíritu de sus marineros en cubierta. Aquella noche no presentaba mayores signos de interrupciones de la mal intencionada naturaleza, y decidimos que la mejor manera de atravesar esa circunstancia era dividirnos en equipos que se turnaran cada una cantidad determinada de horas.

Recuerdo al detalle que me tocó estar a bordo en cubierta durante la primera etapa de la noche con los treintañeros, el genio informático y el hippie. En esos momentos que mi familia estaba en la cabina durmiendo, cenando, aprovechaba para encenderme algún que otro cigarrillo, maldito compañero en la soledad marina. También recuerdo perfectamente que el genio informático fumaba y recuerdo con mucha más precisión el modo en que fumó su última bocanada de aquel cigarrillo que, acto seguido, lanzó al mar. En ese instante se terminaba nuestro turno, al mismo tiempo que la costa de Miami por la que estábamos pasando a unas ocho millas de distancia, desaparecía por completo de nuestra vista.

La luminosa costa de la ciudad de Miami que nos ofrecía un escenario nocturno de brillo esplendoroso a la distancia se apagó, como se apaga la luz del baño al salir de orinar. Se apagó como se apaga una vela de cumpleaños, se apagó, se fue, desapareció. O al menos esa sensación nos dio, y los dos treintañeros muy hijoputas se fueron hacia adentro de la cabina porque justo el reloj marcaba el final del turno. Como si pudieran existir turnos que valgan cuando las luces de Miami desaparecen sin ton ni son de un segundo al otro, cuando se empieza a percibir que el viento sopla con más intensidad, pero antes aún se empieza a sentir que las ondulaciones del enorme manto marítimo aumentan en altura segundo a segundo. Parecía que hubiésemos olvidado pagar alguna garantía de la travesía, en la agencia de viajes, antes de llegar a puerto sanos y salvos, y la naturaleza quisiera cobrársela por adelantado.

Quiero detenerme un momento en los hijoputas. Hay que ser hijoderemil para tener esa edad, la fuerza que conlleva y desaparecer de la cubierta con la misma velocidad que se apagan las luces del espectáculo costero. En aquel preciso momento recuerdo cómo, al mismo tiempo que los hijoputas entraban a la cabina, salían de allí mi viejo, mi profesor (el capitán de la nave) y el dúo capocómico (el periodista y el de los taxis) con cara de preocupación y entendiendo que ya no se trataba de la aventura tipo familia Ingalls que habíamos vivido hasta ese momento. Yo elegí también como los hijoputas, pero elegí quedarme. En la costa de Miami se apagaban las luces de su show y se encendían al mismo tiempo las del nuestro, el que marcaría la diferencia entre ser marinero o no ser nada. 

2 comentarios:

  1. Socito, quedo expectante.. Muy bien relatado y con suspenso, alguna descripción me recuerda mis pocos viajes en un velero tipo clipper, donde siempre tuve que estar en cubierta, para esa época yo tendría unos 12 años. Ya de grande ni siquiera toleré no viajar en cubierta, y hablamos del Eladia Isabel, lo que hace pensar que el agua no es lo mío. Besos enormes de abu chacabuca.

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  2. Increíble volver a saber de usted!

    Así que anduvo en veleros parecidos a los Clippers que usaban los yankees para transportar mercadería entre las costas este y oeste dando la vuelta por el estrecho de Magallanes?

    Qué historias tendrá usted, eh?! Me debe un café o un mate, no sé si puede, qué dice?... Muy contento de qué siga con esa lucidez impecable. Besos

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