jueves, 29 de septiembre de 2011

Un poema al Gordo. Capítulo 9



Tito meditaba pensativo e impotente frente a la hoja en blanco. Tito nunca profesó la literatura como un medio de expresión viable para canalizar sus frustraciones, vaya a saber qué estaría pensando redactar aquella noche fría de invierno. Tito era un tipo sencillo, como quien diría, de barrio. 

Toda su infancia la pasó entre sus estudios –muy poco–, su hogar y un grupo de amigos con quienes jugaba a la pelota en un potrero humilde. Allí se formó una barra fabulosa, con personajes de lo más heterogéneos pero siempre cálidos y leales –o al menos eso creían–.

Entre la pandilla del potrero estaban El Tano, Tito, El Panza, El Negro y otros tantos apodos más, siempre tan característicos de la vida barrial de los pagos sureños.

El Panza, característico por su redondez cuasi extravagante y desbordada, era objeto de copiosas burlas de parte de la barra, y no faltaba quien pateara la pelota con más fuerza al llegar al área, no con intención de llevar a su equipo a la victoria sino para ver al Panza desparramado con su inmensidad sobre la tierra, o peor aún, para estudiar el impacto de la esfera de cuero al ser atajada con la superficie de su cara.

Hasta aquí, el Panza era claramente una víctima de su grandeza extraordinaria, o más bien debiera decir, de su gordura. Pero con el pasar de los años El Panza fue acumulando una sed de venganza que lo transformó en un genio para hacer dinero y exhibirlo frente a los victimarios de aquellos años tortuosos.

Es cierto que esta banda de nefastos cuasi delincuentes no merecía mayores consideraciones, pero tampoco había llegado a los prontuarios de ninguna comisaría ni había cometido violaciones que llevara a sus miembros a visitar algún juzgado de menores. Sin embargo, el Panza, repleto de animosidad en su accionar, pulió y perfeccionó los artilugios con los que llegaría a amasar fortunas, a expensas, entre otros, de sus amigos del barrio.

Tito, quien no se había reido precisamente de la redondez del Panza, ahora sufría los embates de éste al punto de acabar en bancarrota, sin un peso y con una deuda que estaba más roja que la cara del Panza cuando se reía después de unos vinos. 

Tito, años después de aquellos partidos inolvidables de potrero, se encontraba ahora con una mano atrás (¿o se dice detrás?) y otra adelante frente a la hoja en blanco. Esta situación podría haberle sugerido a más de uno que lo que estaba planeando el viejo Tito era la redacción de su carta final antes de pasar a algún mecanismo trillado por el cual un hombre se quita la vida. 

Finalmente, contra todos los pronósticos esperables, Don Tito –bruto, mundano, algo machista y pacato—, se había convertido en un Fantasma de Balvanera condenado a una vida llena de insatisfacciones, cuyo reloj se detuvo el día que el Panza le tendió la última trampa que lo despojó de todos sus bienes. En estas condiciones se embarcó a la tarea de redactar una obra literaria que quedaría plasmada en el corazón de Balvanera para el goce de su público espectral:

“Un poema al Gordo:

El gordo iracundo, con la cara redonda, roja y llena de furia, solía ser además un petulante flatulento que descargaba sus gases sobre el resto de los mortales.

El gordo iracundo, con la cara redonda, roja y llena de furia, estaba repleto de gases en su interior, mas no ocurría lo mismo con las ideas. Aquellas quedaban cubiertas por las flatulencias que se acrecentaban día a día por la impotencia que lo sacudía; arrinconadas y acechadas cada vez más por la pestilencia de su interior.

El gordo iracundo, con la cara redonda, roja y llena de furia, al descargar sus gases flatulentos sobre el resto de los mortales, se debilitaba con cada gas, con cada ventosidad. Porque al ser estas las únicas cosas que conservaba en lo más profundo de su ser, con cada liberación de flato yacía éste más vacío en su interior. 

El gordo iracundo, con la cara redonda, roja y llena de furia, se extingue con cada acción, porque no consigue paz que sacie su demandante extravagancia y su paranoia sideral.

Catarsis Literaria”


Luego de escribir esto se puso de pie, encendió un cigarrillo –el último del paquete— y emprendió su camino al encuentro de aquellos solitarios seres fantasmales, a compartir la soledad con otras soledades, pues Tito no dudaba de que cualquier acto que pretendiera demostrar otra cosa distinta al destierro era pura ficción, y que él, para ficciones, ya había tenido demasiadas.


3 comentarios:

  1. simplemente, aplausos.
    Anonimo, pero conocido.

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  2. ¡Chas gracias! ¡Chas gracias conocido querido!

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  3. Estimado, don sos, cuantos gordos hemos tenido que padecer... lo peor es que, todavia nos quedan algunos por conocer... lo bueno... es que uno ya se ha inmunizado a ese hedor... y, no hay nada mas insoportable para esa clase de gente, que verlo a uno que vaya por la vida perfumadito de hoy, perdonando y sobreviviendo a sus flatulencias...

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